Cicatrices
Ayer mi hija menor mientras me hacía cariño en mi calvita, me pregunta:
—Papá ¿Qué es eso?— Mientras me miraba una cicatriz de infancia.
Todos esos niños estaban a la espera de su muerte, afuera los padres angustiados más allá del dolor sabían de que no existía esperanza alguna para sus pequeños, era 1922 y en la unidad infantil de cuidados intensivos de Toronto estaba próximo a suceder un milagro, de esos que te cambian la vida de una fracción de segundo a otra.
Los pacientes vegetaban en coma y producto de la cetoacidosis diabética la muerte era la única certeza en sus breves vidas ya agónicas de tanto luchar.
Los doctores Banting y Best venían hacia un tiempo buscando la cura milagrosa, y comenzaron frente a cada niño moribundo a inyectarles una sustancia, cuando ya se aproximaban a la última cama notaron que el primer pequeño en recibir la inyección volvía a la vida y después el próximo y así hasta que todos ellos regresaron del coma. No hubo un solo testigo que no sintiera esa emoción profunda de estar frente a un suceso mágico y no hubo un solo padre que alimentara su nueva esperanza con gruesas lágrimas de agradecimiento.
Ese milagro ya tenía nombre, se llamaba insulina y los doctores que la descubrieron recibieron el Nobel de medicina al año siguiente. ¿Era que no? Habían logrado arrebatarles a la oscura muerte toda una sala completa de niños desahuciados.
Su legado más luminoso fueron esos pequeños desesperanzados que a los pocos días ya jugaban alegres y libres frente a sus padres aún sorprendidos frente a ese prodigio que llamamos ciencia.
Ayer mi hija menor mientras me hacía cariño en mi calvita, me pregunta:
—Papá ¿Qué es eso?— Mientras me miraba una cicatriz de infancia.
Vencer la gravedad, pero no así de simple, sino que desplegando toda la belleza del movimiento en el proceso,